Durante los últimos años, el marco ESG —siglas en inglés de Environmental, Social and Governance—está vertebrando el discurso empresarial sobre sostenibilidad e impacto social. Lo que comenzó como un marco voluntario y reputacional, evolucionó rápidamente hacia una exigencia regulatoria y financiera. Se convirtió en un estándar técnico, casi contable. Cumplirlo pasó de ser buena práctica a condición de acceso al capital. Sin embargo, algo está cambiando.
Hoy, para muchas organizaciones —y especialmente para las que aspiran a un liderazgo duradero—, la ESG ya no basta. El nuevo criterio es el impacto: no evitar el daño, sino crear valor positivo. La cuestión ya no es solo cómo no destruir, sino cómo construir. Cómo generar transformación social, ambiental y económica a través del negocio mismo.
Este es el núcleo de la llamada “revolución del impacto”, que Ronald Cohen resume como una nueva fase del capitalismo: tras la rentabilidad (siglo XIX) y la gestión del riesgo (siglo XX), el siglo XXI añade una tercera dimensión: el impacto medible. Y lo hace no desde la renuncia al beneficio, sino desde su reformulación. La empresa no es menos rentable cuando integra impacto, sino más competitiva, más sólida, más preparada para lo que viene.
¿Estamos ante una “tercera vía del capitalismo”? No es una ruptura con el mercado ni una deriva utópica, sino una evolución pragmática: un modelo que redefine los indicadores de éxito. Que mide el retorno económico, sí, pero también el valor que genera para empleados, comunidades, medio ambiente y sociedad. Que no reduce el impacto a filantropía, ni lo confunde con relato. Que lo convierte en gobernanza, modelo operativo y ventaja estratégica.
En este contexto, la generación de un impacto positivo para las personas y para el entorno comienza a formar parte del núcleo de la estrategia de negocio de muchas compañías. Cuando ese impacto está vinculado de manera genuina al propósito corporativo, se convierte además en fuente de diferenciación, competitividad y perdurabilidad. El impacto así entendido no es una propuesta comunicativa ni un deber normativo: es arquitectura organizativa y brújula estratégica. Porque el impacto genera negocio, sí, pero también genera legado. Es afirmación de visión, no respuesta a presión o exigencia externa. Por eso el impacto es propositivo, no reactivo. Y por eso pertenece al territorio profundo de la transformación y el liderazgo.
El impacto, además, ofrece una propuesta de valor única: conecta la rentabilidad con la legitimidad, la innovación con la sostenibilidad, el presente operativo con el legado. No es una técnica ni una tendencia. Es una forma de pensar el negocio desde su interdependencia con la sociedad y el planeta. Es una estrategia que anticipa riesgos, que capta oportunidades y que genera confianza a largo plazo.
No se trata de sustituir el lenguaje de la ESG, sino de superarlo. La ESG ha sido una etapa necesaria, pero insuficiente: su lógica es reactiva, cumple lo que se exige. El impacto, en cambio, es propositivo: plantea una agenda. Mientras la ESG se adapta al contexto, el impacto lo transforma. Mientras la ESG genera cumplimiento, el impacto genera liderazgo.
Por eso, las empresas que colocan el impacto en el centro no sólo responden a las demandas del mercado o de los reguladores: se colocan un paso por delante. No esperan a que el contexto cambie: lo moldean.
En este cambio sistémico, algunas organizaciones han actuado como catalizadores. Unlimited es una de ellas. Lo que empezó hace una década como una apuesta soñadora por el emprendimiento de impacto ha acabado validado por Harvard Business Review como caso de impulso y transformación estructural de la economía de impacto en el mercado español. Ha tejido alianzas, generado cultura, movilizado capital y talento. Ha demostrado que es posible, y que es rentable, construir una economía distinta sin salirse del mercado.
El impacto no es moda ni es moralina filantrópica. Es estrategia. Es liderazgo. Es futuro. Y será medido, trazable y real.